30 de enero de 2008

RUFO DE EFESO


Rufo de Efeso

Anatomista griego anterior a Galeno, Rufo de Efeso es célebre por sus investigaciones sobre el corazón y los ojos, se sabe que estuvo interesado particularmente en la neuroanatomía y distinción entre el cerebro y cerebelo, reconoció las membranas que recubren al cerebro, describió el cuerpo calloso y los ventrículos; identificó el paso entre el tercer y cuarto ventrículos.
Describió la melancolía, siguiendo la teoría humoral dividió la melancolía en tres tipos: en el primero la bilis negra actuaba principalmente sobre el cerebro, en el segundo, el más grave, se difundía por toda la sangre, en el tercero se localizaba en el estómago; en este último caso se producían los cuadros hipocondríacos. Tres de sus obras más importantes fueron: De corporis humani appellationibus, sobre las enfermedades del riñón y la vejiga, y las Quaestiones medicinales. La primera referencia al término aneurisma (del griego dilatar) corresponde a Rufo de Efeso
Sobre la interrogación al paciente [1]

Lo primero que hay que preguntar al paciente es si la enfermedad que le aflige ahora es habitual en él o es algo nuevo en su vida, pues, en general, muchas personas enferman del mismo mal más de una vez, tienen mismos síntomas y son tratados de manera similar. Aunque tal vez haya pensado otras veces el médico que síntomas son muy difíciles de evitar y que no admiten tratamiento, no le parecen graves ni imposibles de tratar en el caso presente. Es indudable que en todos los casos el hábito tiene la mayor importancia, tanto para ayudar a resistir las enfermedades graves como para curarlas. Así, pues, creo que conviene investigar la naturaleza de cada persona (physis) en sus diversas formas, ya que todos no tenemos la misma naturaleza: diferirmos grandemente unos de otros en todos los aspectos. Por lo tanto, si inquirís acerca de la digestión, encontraréis que hay alimentos fáciles de digerir para unos y difíciles para otros. Y del mismo modo, las medicinas que provocan la catarsis o que se eliminan por la orina, obran de modo diferente en personas distintas, llegando algunos purgantes incluso a producir vómitos y algunos eméticos a obrar como purgantes. En una palabra, ninguna de estas substancias es tan constante en su acción que el médico pueda incluirla en una sola categoría.
Por consiguiente, hay que preguntar al paciente de qué manera le afecta cada alimento o bebida, y si tiene el hábito de ingerir una determinada medicina. Sin duda, lograremos los mejores resultados inquiriendo del paciente todo detalle fuera de lo ordinario en la enfermedad que le aqueja. Como regla general, se preguntará al enfermo si su apetito es bueno o malo y si suele tener mucha o poca sed, así como sus hábitos en cada uno de estos aspectos; pues es importantísimo conocer las costumbres de una persona, tanto como su natural predisposición. Es un hecho que la clase de alimento a que uno está acostumbrado se toma con más facilidad que otro, aunque éste parezca mejor. También importa saber cómo acostumbra el paciente a tomar sus comidas: en qué cantidad las ingiere y en qué forma las prepara. En suma: todas las cosas habituales son mejores, tanto para el hombre enfermo como para el sano.
Preguntando a una persona acerca de sus hábitos, puede uno también juzgar más acertadamente sobre su carácter; si es descuidada o no, y cuáles son sus actividades en general. Pues lo que es habitual en una persona sana, no se percibe claramente cuando está enferma, y el médico no puede descubrir por si mismo todos estos detalles, sin interrogar directamente al paciente o a quienes están a su lado.
Esto es lo que más me sorprende de Calímaco: él era el único de todos los médicos del pasado o al menos de aquellos que merecen nuestra atención que sostenía que es innecesario hacer ninguna pregunta sobre otras enfermedades o lesiones, particularmente en las de la cabeza. Afirmaba que en cada caso los signos físicos (semeia) bastan para indicar tanto la enfermedad como su causa, y que en ellos hemos de fundar toda la prognosis y un tratamiento más eficaz. Consideraba superfluo incluso preguntar las causas determinantes de una enfermedad, como por ejemplo la clase de vida y las ocupaciones del paciente, o si sentía cansancio o frío cuando cayó enfermo. Opinaba que al médico no le interesa saber nada de eso.
Creo yo, sin embargo, que aunque uno pueda por sí mismo darse cuenta de muchas cosas acerca de la enfermedad, mejor y de manera más segura lo hará preguntando al paciente, pues si el resultado de su interrogatorio concuerda con los síntomas observados, es más fácil conocer el estado del enfermo. Por ejemplo, supongamos que un paciente que sufre de indigestión nos dice que ha comido y bebido más de la cuenta, esta información nos ayuda a diagnosticar sin temor a error que el enfermo padece de indigestión, y sobre esta base cierta sabremos, además, qué tratamiento emplear. O si un paciente que se halla sin fuerzas dice que ha estado haciendo un trabajo muy duro, también es este dato una vía fácil para descubrir el mal que le aqueja, esto es, el agotamiento, permitiéndonos, además, emplear el tratamiento adecuado. No niego que en dichos casos los síntomas son reveladores para el diagnóstico; pero en lo que respecta a la duración del mal, diversas costumbres del paciente y su natural predisposición, el saberlo es, en la práctica, más importante que ninguna otra cosa, y ello sólo puede conocerse preguntando al paciente.
Además, el diagnóstico de las enfermedades es diferente según sean éstas de origen interno o externo, y es indudable que los males internos son más graves que los externos. Supongamos que el paciente está trémulo; el temblor producido por el frío o el miedo es menos grave que el originado por causas internas, O si delira, el delirio producido por el exceso de bebida o alguna droga tóxica se cura fácilmente; si otra causa lo produce, es más difícil de curar. Del mismo modo, en todos los casos encontraréis que el tratamiento también varía; si hay agotamiento, debido en un enfermo al exceso de ejercicio y en otro al exceso de comida, al primero le conviene descanso, sueño, masaje suave y baños calientes, en tanto que para el segundo es bueno el trabajo, el ejercicio y la depleción por varios medios. Esto demuestra cuán importante es para el médico preguntar detalladamente acerca de las causas de las enfermedades. Por consiguiente, aun cuando haya signos visibles, uno debe hacer preguntas. Por ejemplo, en un caso de lividez se preguntará si es debida a un golpe, o a la edad del paciente, o a la estación del año; pues de no deberse a ninguna de estas causas, la lividez es producida por la fiebre, y es un signo fatal. O si la lengua está seca, preguntamos al paciente si tiene sed o se ha purgado excesivamente; o si está negra, le preguntamos si ha comido algo negro; con lo que el médico sabe a qué atenerse. Del mismo modo, debe interrogarse acerca de las materias eliminadas durante la enfermedad: orina, heces, saliva; es de gran importancia conocer su cantidad, consistencia y color, así como saber qué alimentos las producen, su cantidad, calidad y frecuencia con que se toman.

[1] Rufo de Efeso, Sobre la interrogación al paciente, Revista MD, 1969, Vol. VII, p. X5-X8.

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